Hace poco me
di cuenta de algo. Me gustan las puertas cerradas. Suena raro, ¿verdad? Y
bueno, puede que lo sea. O tal vez no tanto. Me explico. Cuando veo una puerta
cerrada, lo primero que me pregunto es qué habrá dentro. Luego, por qué está
cerrada. Y es probable que lo esté, por eso mismo que guarda.
Exactamente
igual me pasa con los ojos oscuros. De esos que no se diferencia la pupila del
iris. Y no, no me canso de hablar sobre los ojos de la gente. Porque, como
quien dice, son la ventana del alma. Los ojos negros no me dejan ver a través,
siempre están escondiendo algo. Siempre algún secreto guardan. Ocultan.
Pero no es
necesario tener ojos inexpresivos para captar mi atención, y es este punto a
donde quería llegar. Conozco varias personas a las cuales no se les puede ver
por dentro, ni siquiera un poco. Y sé lo que estás pensando, querido lector. En
una persona tranquila, tímida, retraída. Pero no. Esa gente grita en silencio.
Yo quiero hablar de la gente que calla.
Pasa que
este tipo de personas, por x o y razón, cerraron con llave y jamás volvieron a
salir. Es por esto que me gustan, porque sé que puedo abrirlas. Creo que no hay
sentimiento más bello que el tirar la puerta abajo y poner, aunque sea la punta
del pie, dentro de estas personas. Y es que las quiero.
Fue entonces
cuando me di cuenta de que me gustan las puertas cerradas, porque siempre hay
algo dentro esperando por ser descubierto.
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