domingo, 7 de julio de 2019

Bosque

   Tenía puestas esas vans del año del pedo, todas manchadas, machucadas, con los cordones mal atados, y escritas por una antigua yo que estaba muy aburrida en clase de váyase a saber qué. Sostenía esa pequeña flor amarilla en mano, y, en frente de mí, tenía una hermosa vista del agua chocando contra las piedras. 
   Me puse a pensar en mi infancia por culpa de esa florcita, que yo de chica solía llamarle "la flor tutunan". Creo que, y esto es cien porciento suposición mía, le decía así porque la primera vez que vi estas flores fue al costado de la ruta yendo de viaje a Tucumán.
   En un momento se me dio por levantarme de donde estaba sentada y meterme en el bosque. Si subía la cabeza miraba los árboles, si la bajaba veía mis pies, y los pastos, y sentía que un duendecito iba a aparecer entre las plantas y me iba a empezar a charlar.
   ¡Qué loco! ¿no? Me sigo pareciendo mucho a esa nena que recogía flores al lado de la ruta, o que le tenía miedo al bosque de Blancanieves, y que soñaba con hacerse amiga de los siete enanitos.
   Toda mi oniria finalizó cuando me golpeé la cabeza con un par de ramas que se quedaron enmarañadas en mi pelo, y que tardé un buen rato hasta poder desenredarlas. Es por estas cosas que a veces odio ser alta.
   Pero cuando terminé con ese embrollo, volví a contemplar el lugar en que me encontraba. Miré las rocas, miré el agua, miré los troncos caídos, miré el pasto, miré mis manos muertas de frío y las guardé en los bolsillos.
   Miré, y no despegué mis ojos del horizonte. Respiré profundo, sentí el aire fresco (fresquísimo) entrando en mis pulmones.
   Cerré, finalmente, los ojos. Y regresé a mi sitio de paz y niñez.