Hasta el día de hoy sigo pensando en aquella noche lluviosa a mediados de junio de 2001. Lo recuerdo perfectamente. Mis padres no estaban. Las gotas caían estruendosamente sobre el techo de mi cuarto, y la humedad se adhería a las paredes y empañaba los vidrios de las ventanas. El frío consumía el poco aire que cabía dentro de aquel pequeño lugar en el que yo dormía, y entraba y salía de mi cuerpo congelando mis vías respiratorias. Toda la casa estaba oscura y en absoluto silencio. No había ni un mínimo rastro de luz que le diera vida. La única viva era yo. O aunque sea eso creía.
Mientras contemplaba el susurro de mis propios pensamientos, comencé a sentirme observada, sin razón alguna. Entonces escuché un ruido. Me sobresalté, y no pude volver a mi anterior estado de tranquilidad. La inquietud me carcomía, así que decidí ir a revisar que todo estuviese en orden. Encendí la lámpara de mi mesa de luz y me dirigí al pasillo. Llevé conmigo el celular para usarlo como linterna. Las luces no funcionaban correctamente y en el medio de la negrura no podía guiar mis pasos. Deslicé mis pies sigilosamente, escalón por escalón, cuidando de no caerme.
No pude terminar de bajar la escalera cuando la vi reflejada en el espejo del living. Mi corazón dio un vuelco, y con la boca ya abierta y preparada para emitir un grito de horror, ella desapareció instantáneamente de mi vista. Las palabras quedaron apresadas en mi pecho, sin ninguna posible escapatoria.
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